Tap y zapateado: Jazz House Collective rompió la CDMX

Por: Estefanía Romero

Siempre he sentido un profundo aburrimiento por la literatura que te obliga a avanzar páginas y páginas para llegar a un momento emocionante. Antes, por un lado, sentía la fortuna de mi cinismo; por otro, mantenía la duda de si eso debería en realidad avergonzarme. Sin embargo, en algún momento leí que mi querido Henry Miller pensaba exactamente lo mismo; este acusó a Proust de tener novelas larguísimas que, sin importar cuan brillantes son como un universo en su totalidad, generan más tedio que placer durante sus lecturas. Y, en efecto, eso me ocurrió al intentar leer a Proust y muchos otros libros que he abandonado o consumido de manera forzada.

Esta imagen se me vino a la mente para intentar explicar qué es lo que sucede con ciertos tipos de bebop… los flojos. Hace unas semanas publiqué una crítica al concierto de Paul Nedzela, para ejemplificar dichas situaciones, y todo se resume a esto: quizás, la complejidad de un producto artístico y el hecho de que esté “bien” realizado no es suficiente, o al menos esto no permite soportar la atención honesta de un público. De ahí que muchos ensambles de jazz ejecuten la carrera olímpica bebopera de mantener una pieza larga con variaciones mínimas, clichés y la ausencia de un discurso, pues copiar frases y repetirlas hasta el cansancio es lo de menos. Creo que es este el tipo de jazz que la gente odia, cuando dice o cree que odia el jazz. Y lo comparo con ese sentimiento soporífero de la literatura que te dice algo cada cien páginas: hay músicas exageradas en extensión (o así se perciben), que logran comunicar algo hasta que por gracia sagrada le surge al ejecutante algo de originalidad, si es que eso llega a ocurrir. Recordemos que ser músico no es necesariamente lo mismo que ser artista.

Explico esto como antesala de lo que viví anoche con Jazz House Collective, porque en su propuesta, el espíritu del bebop está presente por la complejidad, las fórmulas impredecibles, una que otra disonancia y la importancia del solista. Las composiciones sorprenden por una constante construcción de frases larguísimas, extrañas, riqueza armónica, texturas. Cada miembro tiene un dominio absoluto sobre las piezas; buscan un juego entre brillos, timbres, proyecciones y las personalidades que pueden extraer de sus instrumentos. Es imposible despegar tu atención de lo que ocurre.  Pero, a todo esto agregan la importancia de la instrumentación que viene desde la época de las Big Bands de los años 30, lo cual escuchamos en una dinámica peculiar de la distribución de las voces, volúmenes, solos, soli y ornamentaciones que redirigen el sentido de las piezas, como bends en los momentos que menos te imaginas, un grito jarocho o de mariachi, o un silencio inesperado, y demás recursos creativos.

Podrías pasar horas en un concierto de ellos y te sería fatídico perder la atención. Justo esto me ocurre con la literatura que sí me gusta, aquella que te violenta desde la primera oración, te sacude con la segunda, te pellizca con la tercera, te conmueve con la cuarta, hasta dejarte cansado y deseando volver a vivirlo, a sabiendas de que la experiencia que sigue será igual de fuerte, pero distinta.

Otro punto que he meditado mucho es el puente preciso que distingue al bebop del hardbop, y he tenido que hacerlo puesto que buscar explicaciones sólo me ha dejado claro que los mismos historiadores no han logrado ponerse de acuerdo más que en la distinción de un marco temporal: el bebop pertenece a la década de los cuarenta y el hardbop es una especie de bebop que tuvo su auge como un jazz postmoderno o, en otras palabras, el jazz que sucedió a la Segunda Guerra Mundial, y que no era ni cool jazz, ni free jazz, ni jazz modal. Pero, ¿esto qué nos dice? Hay algunos historiadores que consideran como hardbop a Charles Mingus, otros a Art Blakey, a Dave Brubeck; incluso, por la lógica de su sonido, podríamos contemplar dentro de este marco algunas piezas extraordinarias, como la Suite Latinoamericana de Duke Ellington, que compuso en los años sesenta; además de un sinnúmero de creaciones que heredaron recursos del Nueva York de los años 40. Esto nos invita a pensar el hardbop como una especie de extensión del bebop con una personalidad mucho más melódica (en contraste con un Charlie Parker) y de apariencia “más ordenada” que, gracias a la globalización de aquellos tiempos, se adornó con recursos de músicas de otras culturas. Sin embargo, esto es bastante engañoso, pues Dizzy Gillespie ya era bastante melódico y él mismo incorporó los primeros intentos de afrocubanismos a su bebop.

Hablo de esto, pues considero que la obra de Jazz House Collective lleva mucho de hardbop: sus contenidos, además de tener de base elementos bebop, suenan más bien a distintas fórmulas jazzísticas de los años 50 y 60, y revelan fusiones con varias músicas extraídas de contextos populares latinoamericanos: mariachi, danzón, cumbia, son, música norteña. La existencia de esta última coincide con los inicios del mismo jazz: la polca, uno de los elementos que dio lugar al jazz de Nueva Orleans y al Dixieland, también influyó la creación de ritmos del norte de México.

Parte de todo esto se explica porque cada miembro del ensamble pertenece a distintas ciudades de nuestro país; así, cada uno lleva la marca de su propio folklore al jazz más elaborado que conocemos.

Todos los integrantes de Jazz House Collective son compositores. Su disco, que lleva el mismo título de la agrupación, y el repertorio de anoche fueron construidos por piezas originales. Cada quien presentó una de sus obras. El resultado fue un abanico de posibilidades que, en su totalidad, correspondían a una lógica similar: el jazz mexicano que es escrito por artistas de verdad, quienes además gritan o zapatean, porque el tap y el son pueden fusionarse también.

Al momento de presentar solos, estos músicos coronaron el respeto con el que se guardan entre sí: a través de coreografías de ademanes como postrarse en cuclillas, irse hacia el fondo o moverse a un lado, los que llevaban el silencio permitían que el protagonista se mostrara ante el público. Esto le dio un aire ceremonioso: el concierto se convirtió en ritual. Es fantástico que concertistas tan jóvenes comprendan (tal vez de manera inconsciente) la importancia de cada uno de sus actos, de su comunicación entre sí y de la conexión honesta que generan con su audiencia.

El concierto cerró con la Marcha de Zacatecas tocada al estilo Nueva Orleans, con un invitado que se subió a jammear al piano; lamento que este instrumento se haya escuchado muy poco, pero se alcanzaron a notar ragtime y armonías típicas de las primeras formas de jazz.

En fin, Jazz House Collective propone, tiene una voz única y es fundamental que proyectos tan emotivos e inteligentes como este representen a México en las grandes ligas de la música internacional. Ayer, Jazzatlán se lució. Espero que parte de la propuesta de este venue sea continuar dando espacio a proyectos así de disruptivos.

Integrantes:

Hector Gerardo Villa Robles- Trompeta

José Luis Escobar Ruiz- Sax alto

José Arturo González Huesca – Sax tenor

Martin Atreyu López Romo- Sax barítono

Francisco Javier Galán García- Trombón

Nain Raymundo Solana Chab- Guitarra

Aldo Rivera Holguín- Piano

Jorge Alfredo Gamboa Pacheco- Contrabajo

David Alejandro Lozano Villagarcía- Batería