¿Qué es jazz? La pregunta alborota más al que no lo produce y que se topa con los desgarres de Billie Holliday, con los bops de Dizzy Gillespie, con los rompecabezas de Ornette Coleman, con las síncopas de los tumbaos en el latin jazz; quien ha visto la evolución de Miles Davis hasta que éste adoptó el free jazz. Quien ha llamado “jazz de la voz” al scat singing de Louie Armstrong o de Ella Fitzgerald. ¿Qué es jazz? ¿Los mismos jazzistas saben qué es? La multiplicidad de definiciones o los miles de acuerdos de quienes le inventan, es decir, de todos los que lo producen, nos lleva a ecuaciones obtusas e indescifrables. Existimos quienes alegamos que el jazz fue la música de los cavernícolas, la música sin partitura, en la que el ritmo es más importante que la melodía y cuya progresión se va tejiendo en bifurcaciones creativas que amarran a los hombres primitivos que toman varas, rocas, que utilizan sus manos y sus pies para golpetear, que gritan para cantar y que cantan para divertirse.
El ser humano ha recurrido a las instituciones para generar estructuras organizadas que le permitan funcionar como ente social. Sin embargo, no está exento de las propias excentricidades de su mente ni de las posibilidades que ésta pudiese recrear. No se trata de un mundo feliz a lo Huxley, sino de una naturaleza que exige el desorden, el caos, que se deviene de vuelta a una misma estructura, pues carecemos de herramientas para huir del sistema en que nos envolvemos, sobre todo por la primera barrera: el lenguaje; “una lengua sólo se encierra en sí misma en una función de impotencia” (Deleuze y Guattari, 1988, p. 13). Nos constituimos de una geometría euclidiana: partimos de cierta base, nos desdoblamos y pasamos por la curva evolutiva que, laberínticamente, nos lleva siempre al mismo círculo de la dimensión que nos obliga a ser parte de un mismo fenómeno.
El jazz desobedece a muchos de los principios estilísticos que se han manejado en otros géneros musicales, que corresponden a sistemas absolutamente organizados y a sonidos definidos; aun así, sigue manteniéndose como una forma de arte que corresponde a valores estéticos que surgen del arte de la improvisación, del caos dentro de un orden armónico y de la alegoría fonética que es posible armar mediante sonidos no explorados.
Entre los teóricos y escritores inspirados por esta forma musical, se han intentado crear explicaciones. Entre los primeros encontramos a uno de los pioneros en la investigacion de la historia del jazz latino, Luc Delannoy (2001), quien arguye que “el jazz latino no se puede reducir a una ecuación. Se trata, sin duda, de un movimiento musical de evolución constante” (p. 19); lo cual nos permite olfatear la eterna reconstrucción de la música en cada uno de los subgéneros de jazz. Entre los segundos hay desde poetas hasta novelistas. De los clásicos melómanos del género está Julio Cortázar, quien en El Perseguidor relata que es “una música que me gustaría llamar metafísica […] una construcción infinita cuyo placer no está en el remate sino en la reiteración exploradora, en el ejemplo de facultades que dejan atrás lo prontamente humano sin perder humanidad”. Como afirman Deleuze y Guattari (1988, p. 12), “siempre que una multiplicidad está incluida en una estructura, su crecimiento queda compensado por una reducción de las leyes de combinación”. Para Cortázar, la improvisación jazzística es un modelo para la escritura, “pues partiendo de un tema dado se adentra en el terreno del riesgo, de la inspiración total del momento, con el fin de crear una nueva composición” (Goialde, 2010, p. 486). Segun Goialde, en el capítulo 82 de Rayuela, Cortázar insiste en la preeminencia del ritmo: “[…]el desencadenamiento es el pensamiento, ni lo son las ideas claras, sino una situación de penumbra que se convierte en escritura cuando entra en juego swing, ese balanceo rítmico en el que se va informando la materia que lo ilumina todo” (p. 487).
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